martes, 22 de noviembre de 2011

En el regazo de las montañas.




Las montañas que se sitúan en los ambientes tropicales y subtropicales tienen una biodiversidad mayor. Pensemos en Tenerife. Precipitándose desde la cumbre del estratovolcán Teide, que se sitúa en el centro de la isla, las vertientes del macizo insular poseen un impresionante conjunto de ecosistemas, desde bosques de precipitación de niebla (laurisilva), bosques subalpinos (pinares), medianías secas (bosque termófilo), pastizales y arbustedas (codesos, retamas, hierbas), hasta zonas con nieve y placas de hielo. Cada una de estas zonas tiene su propio hábitat y su flora y su fauna.

Casas dispersas en el Macizo de Teno, un hábitat humano típico de las zonas montañosas.

Las personas que viven en las montañas han sido tradicionalmente los principales custodios de la biodiversidad local. A través de milenios, desde la época aborigen, han llegado a entender la importancia de mantener rutas trashumantes para aprovechar los diferentes pastos, aprendieron a rotar los cultivos, a construir una agricultura en terrazas, conocieron las posibilidades curativas de las plantas y obtuvieron cosechas sostenibles de alimentos, forrajes y leña de los bosques. 
Pero las comunidades que vivan en los enclaves “urbanos” o en zonas de costa a menudo no aprecian o no toman en cuenta este extraordinario conocimiento.

Lejos de los centros del comercio y el poder, los pobladores de las montañas influyen poco en las políticas que orientan el curso de sus vidas y que, sin embargo, contribuyen a la degradación de las montañas donde viven. 


Pensemos en decisiones como las declaraciones de Parques Nacionales o de Parques Naturales, la introducción de animales foráneos como los muflones o los arruís, la prohibición del aprovechamiento de pastos o de nacientes de agua.

Montaña de Izmaña rodeada de pinares en la Dorsal de Pedro Gil, Tenerife.
 
Hasta el presente, los ecosistemas de las montañas y la población local han sido objeto de poca atención de los gobiernos, desigualdad que no sólo es peligrosa para la supervivencia de los habitantes de las montañas, sino para la plenitud de la vida en general. 

Los usos humanos, sobre todo los ganaderos, transforman los ecosistemas de montaña. Codesares  y escobonales en las cumbres de Chivisaya, entre Arafo y Candelaria.
 
Todos los ecosistemas de las montañas tienen elementos en común: la altitud y la diversidad. Los rápidos cambios en el gradiente altitudinal, la pendiente y la orientación respecto al sol influyen enormemente en la temperatura, el viento, la humedad y la composición del suelo en distancias muy cortas. Estos sutiles cambios crean focos de vida únicos de esa elevación y montaña o cordillera en particular. Los hábitats se multiplican en las zonas montañosas. 


Nieve en las cumbres de Arafo, en la primavera de 2011.
 

Las condiciones extremas del clima presionan todavía más los límites de la adaptación biológica y humana. A grandes alturas, las plantas y los animales locales desarrollan mecanismos de subsistencia especiales. Algunas flores silvestres alpinas, por ejemplo, están adaptadas para vivir en el microhábitat creado por la sombra de una sola roca.

Para las personas que luchan por sobrevivir en estos difíciles medios, es decisivo entender y respetar este delicado equilibrio. Una de esas estrategias es e uso de múltiples variedades de alimentos y diversas estrategias, como las rotaciones de cultivos, los bancales, o el intercambio de semillas. Se aprovechan así las sutiles diferencias de altura, clima y suelos.

Nubes del alisio sobre Teror, en la cumbre
central de Gran Canaria.
 
La singularidad de las condiciones, a la vez que dan lugar a una gran variedad de especies, hacen en extremo frágiles los ecosistemas montañosos. Cambios leves de la temperatura, las lluvias o la estabilidad del suelo pueden causar la pérdida de comunidades enteras de plantas y animales.

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